Ilustración: Piero Ruju
El sonido del televisor narra las últimas novedades en Libia. Las heridas de las víctimas no parecen diferenciar entre la gente que los oprime y la gente que viene a liberarlos. siguen sangrando. Las gotas dibujan rosas de pétalos irregulares en las sábanas que las cubren.
Sobre la mesa del salón, la pluma escupe la tinta en una especie de queja extraña. Él se pone rabioso. La desenrosca, la vuelve a montar. No consigue escribir nada y tan sólo dibuja rosas negras cuando la tinta se extiende en el papel. Sin ningún sentido.
Ella, en la cocina, prepara un caldo. Mueve el cucharón con gestos nerviosos, como si fuera un tic. Una gota de sudor recorre su cara, baja lentamente desde su frente y resbala por la nariz. Calienta un poco de agua en un cazo para añadir al guiso. Todo debe salir perfecto. El agua fria incorporada al caldo, haría que los garbanzos quedaran crudos. Hoy, él no está de humor. La mujer se seca el sudor con un paño de cocina. Ayer se acabó el último rollo de papel. Tampoco queda mucha carne y no puede permitirse más errores.
La pantalla del televisor está ocupada por un tanque de guerra enorme, parece sacado de una película de la Primera Guerra Mundial. Un caballo de hierro destartalado que busca un caballero negro para que lo monte, tal vez con una cruz roja en el pecho. Daños colaterales, inocentes que no saben cuál será la mano del salvador que los mate.
Una suave brisa entra por la ventana y mueve las hojas de la libreta del escritor. Escribe algunas palabras. Tacha un par de ellas y vuelve a reordenarlas. Da un puñetazo en la mesa y la pluma sale disparada y mancha el suelo.
Ella se asusta y golpea el cazo que ha colocado al borde del mármol. Cae con un ruido estridente. El agua caliente le salpica a los pies, muerde el trapo pero ya es tarde.
Él le pregunta a gritos qué es lo que pasa. Que si no piensa que por su culpa no puede concentrarse. Le dice que es una inútil y que no sirve para nada. Le dice que qué haría sin él, que no es capaz de vivir por sí sola.
En la pantalla de la tele, el dictador agita las manos enervando a su pueblo o bailando una danza macabra.
El hombre golpea a la mujer para salvarla de una existencia inútil en la que él mismo no cree. Ella cae al suelo como el dragón de la leyenda que guarda la rabia de un loco en su interior.
Parece que este año, Sant Jordi mata a la Princesa. Daños colaterales. Las rosas se transforman en sangre. Las leyendas también se reescriben.
El escritor apaga la televisión.