29.3.09

El hombre del zoo




Aquel día me había levantado especialmente feliz. Quise dar un paseo por el zoo y sentarme en mi banco preferido con el bocadillo bajo el brazo . Justo debajo de aquel sauce llorón enorme. El diario me cubría las piernas como una mantita, de esas que se utilizan para ver cómodamente la tele en casa. Iba pasando páginas inmerso en mis pensamientos. Puse mucha atención al pasar a la sección de deportes, la goleada de mi equipo me tenía embelesado, no me importaba nada más. Noté que alguien me golpeaba en el hombro como llamándome la atención. Miré hacia la izquierda un tanto molesto. No ví a nadie. Bajé un poco la cabeza y encontré un pelo rojizo sobre la hombrera de mi americana, allí mismo, donde había notado la presión. Entonces me volví hacia los matorrales del parterre y ví como las hojas se movían. Dejé el periódico sobre el banco, tapando el bocadillo, curvé un poco la espalda y me asomé entre las ramas. Me quedé paralizado, cara a cara con un orangután. Enseguida reaccioné, aunque fuera tan sólo con el pensamiento ya que no sabía qué músculo mover para no provocar al animal. Empecé a procesar los miles de documentales que había visto en tantas sobremesas aburridas. Los cientos de artículos de ciencias naturales de las revistas que me había leído. Y mis eternos paseos por el zoo observando a los animales. El orangután tampoco se movía. Sus pequeños ojos, casi juntos, me miraban, tal vez con el mismo miedo que yo a él. Entonces recordé el significado de la palabra orangutan: Orang Hutan, hombre de la selva. Era increíble la sensación de igualdad en nuestra diferencia. Éramos frente a frente dos iguales, ambos lados de un espejo, sin saber cuál de los dos era el aútentico hombre del zoo, que era nuestra pequeña selva particular. El simio salió de su escondite y se enderezó para mostrarme su altura, su verdadera estatura moral y física. Dos metros de bicho me hicieron levantar la mirada, para seguir sus ojos. No sabía si hacía bien aguantándole la mirada, pero me parecío la única manera de disimular mi terror. El orangután parecía querer hablarme. Movía sus gruesos labios, flexibles y dibujaba palabras ininteligibles que yo quería traducir. Estiró los brazos y mostró su envergadura que no era inferior a tres metros. Entonces salí a correr, con tan mala forturna que tropecé y me estampé de bruces contra el suelo. El orangután aprovechó para cogerme por el cinturón y levantarme en peso. No me salía la voz de la garganta. Era yo el que pronunciaba otra serie de palabras ininteligibles ni para él ni para nadie. Su fuerza era tal, que me balanceaba muy despacio, mirándome como a un juguete. La gente empezó a rodearnos. Un grupo de niños aplaudía al ver la habilidad del animal para pasearme. El bicho comenzó a relajarse, parecía estar encantado con los aplausos. Un grupo de extranjeros se miraban atónitos y a los pocos minutos, sonreían entusiasmados viendo las piruetas que hacía el alegre orangután con su muñeco humano. Cada vez que era capaz de abrir los ojos, veía más gente emocionada. Y ahí estaba yo intentando hacerme oir. El animal paró de repente su balanceo y me abrazó con fuerza. Me dejó en el suelo con muchísimo cuidado, de nuevo al lado de mi banco. El mono cogió el diario y descubrió el bocadillo, le quitó el papel sin dificultad y muy satisfecho se puso a comerlo. Los aplausos no cesaban. Haciéndose paso entre el público, un par de trabajadores del zoo llegaron hasta nosotros, le pusieron una tremenda argolla en el cuello al orangután y lo arrastraron sin problemas. Yo me quedé como un tonto, sin saber qué hacer, mirando cómo el animal se llevaba mi periódico y el bocadillo que yo había dejado sobre el banco. Se abrió un ancho pasillo entre la gente y se dirigieron hasta el habitáculo de los orangutanes. Los vi marcharse aún con las piernas temblando y las manos heladas. Me repuse como pude, nadie se acercó a preguntarme, tan sólo comentaban entre ellos lo realista que había sido el espectáculo, que si qué habilidad, que si había sido un acierto que el hombre fuera vestido de traje y corbata, que si el mono era muy simpático y otras muchas frases en diferentes idiomas. Decidí marcharme por la primera puerta que encontrara y era justo la que estaba al lado de los orangutanes. Allí estaba mi amigo pasando las páginas de mi diario.

18.3.09

El afilador

Fernando Orte


Pase usted al patio, estará usted mejor. Cierre, cierre la puerta. Hacía tiempo que no venía ningún afilador por el barrio, deben quedar pocos. Usted siga a lo suyo, siga, siga, no se preocupe. Ya se nota que es usted un profesional, no hay más que ver como maneja las herramientas. Estaba necesitando tanto a un afilador...mis cuchillos ya no cortan y al escuchar su musiquilla, he visto el cielo abierto, me recuerda tanto a mi infancia. Usted no se preocupe afile, afile. En este mundo de hoy en día, los buenos artesanos ya no son considerados, ya no son lo que eran. Hoy todo se hace en serie, es más barato, se ha perdido el encanto, ya ve ... hasta los crímenes, sólo hay que leer los periódicos. Bueno aunque para no llevar yo toda la razón, le diré que toda la vida ha habido crímenes, lo que pasa, es que no se les hacía publicidad, supongo que no nos enterábamos de la mayoría de ellos. Mire, cuando yo era chiquilla me pasaba la vida mirando por la ventana, estuve mucho tiempo enferma. Además era muy tímida, sabe usted, pasaba las horas acodada en el alféizar, sin hablar con nadie. Pero usted, siga que yo le hablo mientras trabaja, dele a la rueda, dele, ya sé que las tijeras están muy viejas, pero seguro que las deja como nuevas, para unas tijeras es como revivir. Pues mire usted, estoy segura que yo fui testigo de un crimen, podría jurarlo, pero ya ve, no pude demostrar nada, en aquellos tiempos nadie parecía querer enterarse de nada. Bueno ni siquiera me escucharon, quien iba a hacer caso de una mocosa de siete años y además estando como estaba, nunca creían nada de lo que yo decía. Desde luego que si hubiera sido hoy en día, mi madre hubiera llamado a una unidad móvil de la tele y hubiera salido en todos los canales. Debe quedarle poco para la jubilación, Será usted uno de los últimos. Perdone si le molesto, es que estoy muy sola, siempre he hablado demasiado, tengo demasiada fantasía, no me mire así, usted siga con su trabajo, a veces hablo conmigo misma, figúrese. Cuando acabe las tijeras, me afila usted este cuchillo, no sé vivir sin un buen cuchillo. Usted seguro que me entiende. Pues como le decía, los sábados por la mañana yo vigilaba a mis vecinos, unos limpiaban el balcón, otros barrían la puerta y María la modista cortaba y cosía ropa sin parar. Hacía unos meses que un afilador llegaba a nuestra calle sobre las nueve, silbando con su flautilla, era un hombre menudo, cojeaba un poco. María le avisaba por la ventana para que subiera a recoger un puñado de cuchillos y un par de tijeras. Cada semana la misma operación. Esta mujer debe tener los cuchillos transparentes de tanto afilarlos y las tijeras de costura darán hasta miedo, me decía yo, que era una ingenua. Siempre se daba prisa en correr las cortinas, en cuanto subía el afilador. Yo estaba muy pendiente, quería saber más, siempre quiero saber más. Yo vigilaba la bicicleta del afilador, ahí sola un buen rato. Uno de esos días, María se olvidó de cerrar la cortina y presencié algo terrible, él la abofeteaba varias veces; yo lo veía como a cámara lenta, estaba tan lejos como para no escuchar nada; luego le clavó un cuchillo en el pecho. Ella cayó fulminada. El afilador cerró las cortinas como un poseso, a veces pienso que me vio. Como una hora después, yo seguía observando, quería verle salir. Mi madre se pasaba toda la mañana comprando, no había nadie en casa a quien le pudiera contar nada y la puerta estaba cerrada con llave, como cada día. No supe qué hacer. Lo vi salir con la cara muy roja, nunca más volvió. Yo pregunté por María, incluso conseguí que me ayudara mi madre haciendo preguntas, pero María había dicho a la gente que pensaba dejar el barrio, que se iba a marchar con su novio, que cuando nos enteráramos de quien era, nos sorprendería y nadie se extrañó de no volverla a ver. Todo quedó en una historia tonta de las mías, una historia de la pobre loca, ya ve usted, pero a mi no pudo engañarme. Yo sinceramente le digo que antiguamente no nos enterábamos de la mitad de las cosas que pasaban. Desde entonces, perdóneme usted, por la parte que le toca, desconfio de los afiladores, no son santo de mi devoción, debo decirle que los odio; pero tengo un problema, no se lo tome a mal, no es cuestión personal, no puedo vivir sin un buen cuchillo afilado, muy afilado, lo suficiente como para matar limpiamente, sin ni siquiera dejarle hablar.