Aquel día me había levantado especialmente feliz. Quise dar un paseo por el zoo y sentarme en mi banco preferido con el bocadillo bajo el brazo . Justo debajo de aquel sauce llorón enorme. El diario me cubría las piernas como una mantita, de esas que se utilizan para ver cómodamente la tele en casa. Iba pasando páginas inmerso en mis pensamientos. Puse mucha atención al pasar a la sección de deportes, la goleada de mi equipo me tenía embelesado, no me importaba nada más. Noté que alguien me golpeaba en el hombro como llamándome la atención. Miré hacia la izquierda un tanto molesto. No ví a nadie. Bajé un poco la cabeza y encontré un pelo rojizo sobre la hombrera de mi americana, allí mismo, donde había notado la presión. Entonces me volví hacia los matorrales del parterre y ví como las hojas se movían. Dejé el periódico sobre el banco, tapando el bocadillo, curvé un poco la espalda y me asomé entre las ramas. Me quedé paralizado, cara a cara con un orangután. Enseguida reaccioné, aunque fuera tan sólo con el pensamiento ya que no sabía qué músculo mover para no provocar al animal. Empecé a procesar los miles de documentales que había visto en tantas sobremesas aburridas. Los cientos de artículos de ciencias naturales de las revistas que me había leído. Y mis eternos paseos por el zoo observando a los animales. El orangután tampoco se movía. Sus pequeños ojos, casi juntos, me miraban, tal vez con el mismo miedo que yo a él. Entonces recordé el significado de la palabra orangutan: Orang Hutan, hombre de la selva. Era increíble la sensación de igualdad en nuestra diferencia. Éramos frente a frente dos iguales, ambos lados de un espejo, sin saber cuál de los dos era el aútentico hombre del zoo, que era nuestra pequeña selva particular. El simio salió de su escondite y se enderezó para mostrarme su altura, su verdadera estatura moral y física. Dos metros de bicho me hicieron levantar la mirada, para seguir sus ojos. No sabía si hacía bien aguantándole la mirada, pero me parecío la única manera de disimular mi terror. El orangután parecía querer hablarme. Movía sus gruesos labios, flexibles y dibujaba palabras ininteligibles que yo quería traducir. Estiró los brazos y mostró su envergadura que no era inferior a tres metros. Entonces salí a correr, con tan mala forturna que tropecé y me estampé de bruces contra el suelo. El orangután aprovechó para cogerme por el cinturón y levantarme en peso. No me salía la voz de la garganta. Era yo el que pronunciaba otra serie de palabras ininteligibles ni para él ni para nadie. Su fuerza era tal, que me balanceaba muy despacio, mirándome como a un juguete. La gente empezó a rodearnos. Un grupo de niños aplaudía al ver la habilidad del animal para pasearme. El bicho comenzó a relajarse, parecía estar encantado con los aplausos. Un grupo de extranjeros se miraban atónitos y a los pocos minutos, sonreían entusiasmados viendo las piruetas que hacía el alegre orangután con su muñeco humano. Cada vez que era capaz de abrir los ojos, veía más gente emocionada. Y ahí estaba yo intentando hacerme oir. El animal paró de repente su balanceo y me abrazó con fuerza. Me dejó en el suelo con muchísimo cuidado, de nuevo al lado de mi banco. El mono cogió el diario y descubrió el bocadillo, le quitó el papel sin dificultad y muy satisfecho se puso a comerlo. Los aplausos no cesaban. Haciéndose paso entre el público, un par de trabajadores del zoo llegaron hasta nosotros, le pusieron una tremenda argolla en el cuello al orangután y lo arrastraron sin problemas. Yo me quedé como un tonto, sin saber qué hacer, mirando cómo el animal se llevaba mi periódico y el bocadillo que yo había dejado sobre el banco. Se abrió un ancho pasillo entre la gente y se dirigieron hasta el habitáculo de los orangutanes. Los vi marcharse aún con las piernas temblando y las manos heladas. Me repuse como pude, nadie se acercó a preguntarme, tan sólo comentaban entre ellos lo realista que había sido el espectáculo, que si qué habilidad, que si había sido un acierto que el hombre fuera vestido de traje y corbata, que si el mono era muy simpático y otras muchas frases en diferentes idiomas. Decidí marcharme por la primera puerta que encontrara y era justo la que estaba al lado de los orangutanes. Allí estaba mi amigo pasando las páginas de mi diario.
29.3.09
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5 comentarios:
Ja! Cualquier cosa menos un simple sentarse a leer el diario. Por suerte, creo que el orangutan era simpatizante de tu mismo equipo, que si no...
Me gustó mucho. Un abrazo
Si es que hasta los hombres urbanos y peatonales venimos del mono...
Ponerse frente a frente con un animal tiene mucho de ponerse frente a uno mismo. Está claro que formamos parte de un todo, y ese todo está claro que no es el hombre, por mucho que le pese a algunos.
Me gustó mucho el relato y visitar tu blog.
Saludos,
Ricardo
muy bueno!!!
un cuento lleno de emoción y muy bien narrado!!
saludos afectuosos!
:)
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